Historia de un amor unilateral
Por cosas del trabajo me ha tocado estar cerca de importantes artistas internacionales, de ésos cuyos fans provocan caos en sus llegadas al aeropuerto o en las afueras del hotel donde se alojan. No digo que no me llamen la atención ni que me haga la cool, pero bueno, cuando se trabaja en esto una no puede comportarse según tu curiosidad u hormonas te ordenen y menos cuando siento vergüenza ajena al ser testigo de desubicadas manifestaciones de admiración -obsesión diría yo- de los fans que les hablan, les gritan, les muestran carteles, los persiguen, los tratan de tocar y los miran como si estuvieran frente a alguna divinidad celestial que no va al baño, no le salen gases, no tiene mal aliento por las mañanas ni se saca los mocos. Por eso cada vez que me topo con las locuras de la gente frente a sus ídolos, agradezco a la vida por darme ese filtro -de los pocos que tengo- que me impide hacer el ridículo, como yo lo veo. Y así camino por la vida, casi creyéndome superior al ciudadano común que no tiene respeto por su dignidad y frente a un famoso regresa al inicio de la escala evolutiva transformándose en algo muy parecido a un primate... hasta que me aparece el fantasma de Luis Miguel y comienza mi debacle. Basta escuchar su voz en una radio para que todas mis burdas teorías del buen comportamiento se me vayan al carajo. Conozco casi todas sus canciones, tengo todos sus cd's y desde hace poco su dvd en vivo para así verlo cantando cuando se me plazca. Lo digo con todas sus letras: lo amo. Es un amor, como dice uno de sus éxitos, “incondicional”, unilateral y al parecer eterno. Llevo 22 años así, totalmente embobada por esos ojitos verdes, esa sonrisa increíble y esas facciones de galán de cine que me sacuden hasta el tuétano.
Todo partió cuando lo vi por primera vez en mi ciudad, cuando yo tenía 7 años. Aunque no lo crean, Osorno fue la primera ciudad de Chile que visitó Luis Miguel cuando recién iniciaba su carrera en latinoamérica, el año 83. Él tenía unos 15 años y hasta entonces yo jamás había oido hablar de él, pues mi mundo lo formaban las cosas del colegio -sumar, restar y manualidades- y jugar con mis amigos del barrio. Yo vivía en la misma calle por la que pasaría él saludando a la gente desde el aeropuerto al hotel. Tomada de la mano de mi nana, la acompañé a esperar que pasara ese artista del que ella tanto hablaba y que a mi, la verdad, poco me importaba. Pasaron los minutos y a lo lejos vi una caravana que se acercaba y las personas cerca mío se volvían ansiosas. Por mi tamaño, poco podía ver hacia la calle y cuando vi que faltaba poco, la curiosidad me superó y me metí entre las piernas de la gente y quedé en primera fila, casi cayendo de la vereda, justo cuando el furgón de carabineros pasaba frente mío y pude ver a dos metros de mi a ese guapo adolescente de sonrisa amplia y pelo al viento que, como en cámara lenta, asomaba la mitad de su cuerpo por la ventanilla saludando radiante a la multitud y me dedicaba una mirada en un pequeño momento que para mi fueron segundos eternos de absoluta sordera y enamoramiento tan instantáneo como el jugo en polvo. A los 7 años supe qué se siente cuando miras a alguien y el corazón pareciera que se te va a salir arrancando por la boca. A finales de ese mismo año, yo ya tenía mi carnet de socia del Fan Club, posters de revistas guardados en mi cajonera junto a mi preciada callampa de Papá Pitufo y me sabía y bailaba todas las canciones del cassette “Palabra de Honor”, que obviamente recibí para navidad. Si alguien hubiese pensado entonces que la tontera se me pasaría con los años, hoy se daría cuenta que no pudo errar más el vaticinio. A cada nuevo disco, más adicta me hago. Reconozco que en mi diario vivir no ando haciendo alarde de la adoración que le profeso ni me comporto como una loca que sólo habla de su artista favorito. Sin embargo, cada vez que se anuncia su visita por este rincón del planeta, el mundo se me da vueltas y el corazón se me atora en el pescuezo . Me baja la fiebre Luis Miguel, escucho sus discos, busco en internet y siempre termino lamentándome porque las buenas ubicaciones en sus conciertos están demasiado lejos de mi alcance. Justo me tuve que enamorar del cantante más caro. Pero bueno, al menos es de los que visita regularmente este campamento llamado Chile, un país que sabe de justicias tardías, por lo que sólo me resta seguir teniendo paciencia y esperar el día en que pueda estar en primera fila, como aquella vez de niña parada en el borde de la vereda.
"Cómo me mata tu mirada...",
Paola.
Todo partió cuando lo vi por primera vez en mi ciudad, cuando yo tenía 7 años. Aunque no lo crean, Osorno fue la primera ciudad de Chile que visitó Luis Miguel cuando recién iniciaba su carrera en latinoamérica, el año 83. Él tenía unos 15 años y hasta entonces yo jamás había oido hablar de él, pues mi mundo lo formaban las cosas del colegio -sumar, restar y manualidades- y jugar con mis amigos del barrio. Yo vivía en la misma calle por la que pasaría él saludando a la gente desde el aeropuerto al hotel. Tomada de la mano de mi nana, la acompañé a esperar que pasara ese artista del que ella tanto hablaba y que a mi, la verdad, poco me importaba. Pasaron los minutos y a lo lejos vi una caravana que se acercaba y las personas cerca mío se volvían ansiosas. Por mi tamaño, poco podía ver hacia la calle y cuando vi que faltaba poco, la curiosidad me superó y me metí entre las piernas de la gente y quedé en primera fila, casi cayendo de la vereda, justo cuando el furgón de carabineros pasaba frente mío y pude ver a dos metros de mi a ese guapo adolescente de sonrisa amplia y pelo al viento que, como en cámara lenta, asomaba la mitad de su cuerpo por la ventanilla saludando radiante a la multitud y me dedicaba una mirada en un pequeño momento que para mi fueron segundos eternos de absoluta sordera y enamoramiento tan instantáneo como el jugo en polvo. A los 7 años supe qué se siente cuando miras a alguien y el corazón pareciera que se te va a salir arrancando por la boca. A finales de ese mismo año, yo ya tenía mi carnet de socia del Fan Club, posters de revistas guardados en mi cajonera junto a mi preciada callampa de Papá Pitufo y me sabía y bailaba todas las canciones del cassette “Palabra de Honor”, que obviamente recibí para navidad. Si alguien hubiese pensado entonces que la tontera se me pasaría con los años, hoy se daría cuenta que no pudo errar más el vaticinio. A cada nuevo disco, más adicta me hago. Reconozco que en mi diario vivir no ando haciendo alarde de la adoración que le profeso ni me comporto como una loca que sólo habla de su artista favorito. Sin embargo, cada vez que se anuncia su visita por este rincón del planeta, el mundo se me da vueltas y el corazón se me atora en el pescuezo . Me baja la fiebre Luis Miguel, escucho sus discos, busco en internet y siempre termino lamentándome porque las buenas ubicaciones en sus conciertos están demasiado lejos de mi alcance. Justo me tuve que enamorar del cantante más caro. Pero bueno, al menos es de los que visita regularmente este campamento llamado Chile, un país que sabe de justicias tardías, por lo que sólo me resta seguir teniendo paciencia y esperar el día en que pueda estar en primera fila, como aquella vez de niña parada en el borde de la vereda.
"Cómo me mata tu mirada...",
Paola.
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