El sábado en la tarde conversaba vía chat con un amigo y mirando las imagenes de la explosión en Valparaíso analizábamos la fealdad de esa ciudad. Aquí seguramente saldrán varios defensores del patrimonio arquitectónico del puerto más importante de Chile, pero en mi corta experiencia como ex-estudiante de arquitectura de la Universidad Católica de Valparaiso, debo decir que para mi era un martirio salir a croquear recorriendo las calles del puerto. Corría el año 95 y entonces no podía entender en qué consistía la "belleza" o la "magia" que tanto le veían. Calles hediondas a orina, borrachos por docenas, bares de mala muerte cada cinco metros, perros callejeros, callejones oscuros, casuchas colgando como racimos de los cerros, construcciones antiguas a punto de ceder, todo parecía estar articulado para hacerme sentir triste. Han pasado doce años y Valparaíso me sigue pareciendo un escenario deprimente, por más que pinten de colores inútilmente alegres las fachadas de edificios hace rato jubilados, todo gracias al beneficio de haber sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Esos frentes verdes, amarillos y azul rey no me venden ninguna pomá. Detrás de ellos siguen viviendo hacinadas miles de familias, conviviendo con ratones y condiciones que rayan en la miseria. El casco histórico no es más que una aglomeración de conventillos disfrazados con una belleza de mentira, una capa de humo de lindos colores que tapa la pobreza, falso como escenografía de televisión.


La explosión del sábado dejó en evidencia que el patrimonio simplemente vale callampa. No le veo el lado humano a esto. ¿Alguien sí?

Fotos: emol